BALASTO
Posted by Walterio | Posted in arroyo , crónicas , ferrocarril , fotos , rinaldi | Posted on 9/29/2008 12:00:00 a. m.
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Riel a riel, durmiente a durmiente, el ferrocarril ingresó hasta la médula pétrea de la Villa en 1891.
Por las canteras de cal y grava un puente negro cruzó el arroyo, un horno izó su bandera de humo y el silencio del piedemonte fue quebrado con la llegada y salida de los vagones de carga.
Más tarde aparecieron los huéspedes del Sierras Hotel con sus maletas y una nueva estación plegó sus faldones para que otros trenes, los de la lluvia se deslizaran hasta los lambrequines del andén…
Viernes 22 de enero de 1988, 19:00 hs.
“Empapado por la tormenta me refugio en la vieja estación, un perro tembloroso me mira desde abajo del banco de madera que todavía ofrece la comodidad de sus curvas. Lejos quedaron aquellos despertares con el silbato de una locomotora o las tardes de exploración de los vagones estacionados en la vía muerta de una molienda.
El perro se sorprende, alguien más comparte el andén: una pareja de jóvenes mochileros que me pregunta a qué hora es la próxima salida a Córdoba.
Contemplo la expectativa de sus rostros ante un horario que jamás podré dar y entonces el desencanto los salpica como la lluvia cuando les respondo:
- El último tren partió de aquí la tarde del lunes 20 de diciembre de 1976.”
Crónicas de un altariano.
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Esa imagen de puente sobre río me hizo recordar al puente de entrada a la ciudad donde nací, San Pedro de Jujuy, de laterales (no barandas) en arcos de cemento que lo hacían muy vistoso; puente que resistió durante años los embates de las crecidas del Río Negro, hasta que finalmente se dió por vencido cuando los avances tecnológicos (y la falta de un lugar seguro de paso) hicieron que se le construyera uno más grande, más ancho y de una concepción brutalista que dejó al viejo puente como un recuerdo romántico, relegado sólo al ocasional paso de caminantes o de algún ciclista precavido.
Nene: Si te fijás con atención en la foto, más allá del puente ferroviario también se aprecia el carretero, que todavía permanece en pie, muy cerca hay otro hermoso puente trazado con un solo arco de piedra. Había nobleza y hermosura en esas obras de ingeniería, los puentes que por estos días se construyen carecen de la menor poesía (salvo que los diseñe Calatrava).
Kwai
Nos pusimos los chalecos, las boinas y los sombreros de los abuelos y le robamos tizones a la salamandra de la nona, pero no podíamos ir al ferrocarril sin ser lo que debíamos: partisanos napolitanos de la Segunda Guerra.
Los bigotes nos quedaban como mostachos de caricatura y las barbas eran manchones exagerados que podían cubrirte toda la cara, pero no podíamos ir al ferrocarril sin ser lo que queríamos: montoneros de Pancho Villa y Emiliano Zapata.
Las escobas eran los caballos más veloces del universo y no había enemigo en la redonda que resistiera nuestra inteligencia estratégica. Cada arbusto era el escondite perfecto; y no había ligustro que no amparese la reunión para dibujar con ramitas un plano imposible sobre la tierra caliente y seca. No; no podíamos ir al ferrocaril sin ser lo que debíamos: los mejores salteadores de trenes de la historia, una de las tantas bandas mutantes del Sundance y Billy The Kid.
No teníamos más armas que la imaginación y por eso, queridos amigos, éramos el ejército más poderoso del mundo. Armábamos rifles con pedazos de tablones de madera y caños oxidados: dos clavitos para las miras y uno para el gatillo. Los revólveres eran manijas de puertas y horquetas de paraíso resecadas. No teníamos granadas; explotábamos cascotes. Y no podíamos ir al ferrocarril sin ser lo que queríamos: el “Combate” de Vic Morrow.
Año tras año, generación tras generación, esa lengua de durmientes de quebracho y dos infinitos tallarines de metal era nuestro cine en vivo y en directo. Año tras año, nos repartimos para ser los malos y los buenos. Los sheriffs de Pinkerton, los obedientes quepís azules de John Wayne, la única partida bondadosa de las SS.
Las horas de espera del tren de la mañana y de la tarde tenían recompensa variada. Creábamos batallas que tenían a la locomotora como objetivo definitivo. O la formación funcionaba de excusa para iniciar un nuevo tole-tole. Pero siempre estaba allí y nos desfogaba la ansiedad.
No importaba si era el carguero perdiendo trigo por los costados, si era la zorrita mínima traccionada a cuatro brazos o si el ciempiés rodante venía repleto de pasajeros que se emocionaban por nuestras carreras desesperadas al grito de “¡¡¡Jerónimo!!!”. (Algunos hasta participaban de nuestro rodaje armándose con sus propios revolvitos de pulgar e índice y varios de nuestros más valorosos bravos cayeron ante el fuego imaginario de esos artilleros de velocidad.)
Lo que realmente importaba era que el tren nos daba una historia para contar. El día en que pasó la última zorrita, el día en que echó la última pitada la formación 417-B, fue el ferrocarril el que nos contó la última historia.
Esa vez fuimos espectadores, no teníamos armas de madera y fierro y olvidamos pintarnos los bigotes de carbón o armar planes magistrales. Lo único que teníamos listas eran las caras hinchadas de llorar como chiquitos maricones, las narices tapadas de mocos y las manos nerviosas para sacudirlas frente al maquinista. Ya no podíamos ir al ferrocarril sin ser lo que debíamos: los reservorios del recuerdo de ese último viaje, como aquel bombazo definitivo que cortó la fumarola negra de la formación sobre el río Kwai.
Nuestro tren llegó bajando la marcha, sabiendo que esperábamos por él. El maquinista nos regaló el último pitido finito —que calló a todos los pájaros— pero no se detuvo. Una vez que nos dejó atrás, volvió a darle calor a la caldera. El traqueteo se aceleró y no se detuvo más —clac-clác, clac-clác— hasta que se perdió. Los canarios volvieron a cantar como si nada y todos nosotros nos hicimos futbolistas.
(Todos tuvimos cine de tren, W.)
(Ahora veo que hay varios errores de tipeado y gramática, pero es el rollo de escribir a la pasada. Lo corregiré en el archivo.)
nunca viaje en tren, siempre me parecieorn magicas las estaciones de trens para despedirse o entegarse a la vuelta... me imagino que el andar en tren y el carraspeo de los vagones pone a la gente sentimental y recuerda por las entanas las estaciones que dejan atras... como siempre te digo me gusta mucho tu blog... Un beso grande
Diego: Me hiciste subir al tren de mi infancia, yo tenía un amigo que vivía en una molienda y ahí siempre quedaban algunos vagones de carga con restos de maravillosos tesoros: arena anaranjada como la harina de maíz, fragmentos de ónix que se convertían en puntas de lanza y caliza, mucha caliza para disfrazarnos de fantasmas...
¿En serio? ¡Jerónimooo!
(Suenan aullidos)
María Gabriela Yo subí varias veces al tren en Altaria, pero nunca viajé desde aquí. Recién a los veintipico pude sentir el cansancio del traqueteo partiendo desde Buenos Aires y con rumbo a Mar del Plata. Lo viví como un niño.
Maru: Los trenes se idealizan de niño porque son parte de los juegos ¿Quién no tuvo su propia formación dando vueltas sobre las baldosas de una habitación?
Hay una historia pendiente por escribir, la del afecto que nos une a los trenes y estaciones.